23.2.06

Cumpleaños( climax y fin)


Ya tebya lyublyu! (¡Te amo!)-le dije. Que nunca en mi vida había conocido a alguien como ella y que no sabía como la había olvidado. Ella me miró muy extrañada, pero sí dijo que también sentía algo muy fuerte por mí. Que cuando estuvo a punto de perder su inocencia con mi padre, por lo menos pensó que el sujeto tenía alguna relación conmigo. Que de hacerlo con alguien, le gustaría que fuese conmigo. Esas palabras me quebraron, había encontrado a mi mujer perfecta y yo la trataría como tal.
A la mañana siguiente yo me encontraba camino a rescatar a Alina. Le dejé una carta a Vera, explicándole que la amaba mucho y que no podía dejar que nada le pasara. Por eso tenía que ir solo. Que esto era un hasta pronto, no un adiós. En realidad no sabía que hacer, si llamaba a la policía se llevarían detenido a mi padre y ese era un trauma que no quería generarle a mi madre. Pero al ir solo me estaba arriesgando demasiado, tenía que tratar de entrar discretamente.
Ocupé la misma ventana que el día anterior me había llevado hasta la pieza de Alina. Todo se escuchaba muy silencioso, sospechosamente silencioso. Mientras penetro cada vez más en la casa, más sospechoso me parece todo. Escucho unos gritos, más bien escucho a alguien quejarse. Entro a una habitación y veo a Alina atada a una silla. Me ve y comienza a gritar como loca. Le saco la venda de su boca y me dice: ¡Es una trampa! En eso la sala se empieza a llenar de estos individuos indeseados. Al último aparece Averi, con una sonrisa en su rostro y a su lado, mi padre. Un disparo.
No podía creer a lo que había llegado mi padre, pero tampoco creía que me hubiese salvado la vida. ¿Cómo explicarle a Vera? Ahora sólo me tenía a mí. Llegué a la habitación y Vera me recibió con un gran abrazo. Me preguntó como estaba y donde estaba su hermana. Yo con un rostro triste y húmedo por las recientes lágrimas le dije que había muerto. Le expliqué, entre mutua congoja, que se tenía que ir, que la próxima era ella. Se tenía que ir de Chile.
Estaba completamente destruida, es tan injusto que la mujer que ames sufra. Es tan penoso verla llorar. En la desesperación llegamos al puerto de Valparaíso. Acordé con un barco para que se la llevaran lejos de aquí. Ella me pidió que la acompañara, que lejos de este país podríamos formar una familia. ¡Maldito destino! Lo único que quería era estar con ella, pero yo tenía que acompañar a mi madre. Si todo este viaje extraño había sido para ello, para pasar un tiempo más con mi madre. Y así, Vera, la chica rusa, el amor de mi vida, se fue aproximadamente a las doce de la noche de una día diez y nueve de Julio. Nunca más la volví a ver. Me registré en un motel cercano al puerto y me quedé dormido.
Son las seis de la mañana y procedo a levantarme como lo he hecho durante los últimos treinta años de mi vida. Tengo una sensación agria en el estómago. Me levanto de mi cama y entro al baño, me afeito y entro a la ducha. Pero no parecía el baño de un motel, de hecho era bastante parecido al baño que tenía en mi vida adulta. Salgo de la ducha y entró a una pieza. Abro lo que parece ser una especie de closet y sí, era mi closet. Veo la cochera y está mi auto. Al parecer tenía razón, todo era un sueño. Pero quise creer que era verdad. Manejo hacia la oficina y me encierro en mi despacho hasta la hora de almuerzo. No tenía ganas de trabajar esa mañana, por lo que dormí en mi escritorio, tal vez con la esperanza de ver una vez más a Vera. ¿Habrá sido todo un sueño o algún recuerdo reprimido? Salgo de mi oficina, alentado por el hambre y no hay nadie en el casino, lo cual me parece bastante sospechoso. Doy un paso más y se escucha un estruendoso ¡Feliz cumpleaños! Mis empleados me habían preparado una fiesta sorpresa para relajarme. Tal vez el sueño se debió a que era la víspera de mi cumpleaños y después de tantos años sin celebrarlo mis sentimientos querían algo más.
Al salir de la oficina, todavía tenía esa sensación en el estómago. Ese no saber si alguna vez existió una muchacha llamada Vera. De existir no había manera alguna de probarlo, a menos que ella haya tratado de comunicarse conmigo de alguna manera. Decidido a no dormir, me dirigí a la oficina de correos por alguna carta perdida, alguna encomienda no entregada. Llegué y hablé con el supervisor, el cual al escuchar el nombre Vera, se sorprendió mucho. Me explicó que en esa oficina, la oficina de objetos perdidos, esa muchacha era una leyenda. Que durante diez largos años mando cientos de cartas dirigidas a un muchacho (yo) y que hace aproximadamente diez años dejó de mandar, probablemente porque desistió de hacerlo al no recibir respuesta. Que nunca supieron a donde mandarlas, pero que nunca quisieron botarlas con la esperanza de que el muchacho, al que iban dirigidas tales palabras de amor, viniera a buscarlas. En esas cartas Vera me describe como luchó por mantenerse en un país extranjero, ella y su hija. ¡Nuestra hija! He tenido una hija por más de veinte años y ni siquiera lo sabía. En esas cartas me describe a la niña y me manda fotos, me dice que a ella también le gusta hacer malabares. Esa niña tiene los ojos de su madre, esos hermosos ojos verdes. En sus últimas cartas me dice que está muy enferma y que teme por su hija, teme que su hija se quedé sola. Con ese sentimiento, es que en su última carta me explica que la ha mandado a Chile y que espera que yo la atienda. Vera estaba muriendo. ¿Cómo se me olvido Vera? Es que la muerte de mi madre me afecto muchísimo, tanto que borre todo lo que había vivido antes de su muerte.
Ya hace más de un mes que leí esas cartas, hace más de un mes que sé de mi hija. Pero no he podido dar con ella. Y también hace un mes, que no he podido dejar de pensar en una persona, esa muchacha del semáforo, la que hacía malabares, esa muchacha de increíbles ojos verdes.